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La chica del chicle globo y el chico que comía yogurt

Publicado: 2009-08-11

La chica del chicle globo y el chico que comía yogurt

La chica del chicle globo se paró al lado del chico que comía yogurt y los dos miraron el mar.

Ella sintió una corriente eléctrica que la jalaba hacia el cuerpo del chico, y trató de resistirse al inicio. Pero no pudo. Lo veía lindo relamiéndose el yogurt blanco de los bigotes y lo sentía como un gatito entre sus piernas cuando la onda magnética aumentaba y sus cuerpos se tocaban.

A ella le gustaba que él comiera yogurt. Le parecía un ángel, el yogurt espeso y lechoso resaltaba tanto que no distinguía nada más, sólo el blanco en el blanco. Seguro por eso cuando lo miraba, lo veía paradito en una nube y se sentía cerca de él.

Tal vez porque los globos rosados que le gustaba hacer con el chicle también la mantenían flotando por los aires y le encantaba rozar la textura de la nube, suave, esponjosa y burbujeante. El rosado de sus globos tomaba un tono mucho más hermoso e intenso que nunca había visto antes, ni siquiera en los milkshakes que su abuelita le preparaba de niña.

El chico no hacía nada más que beber yogurt pero era la experiencia más entretenida que ella había vivido, lo miraba tomarlo a sorbetones o sacar la puntita de la lengua hacia un costado para alcanzar en la hendidura del envase un poquito del líquido que aún quedaba. A veces lo observaba atrangantarse de yogurts, uno tras otro, con una velocidad desaforada y una fuerza desmedida, con una urgencia que a ella la asustaba un poco y le producía cierto nerviosismo. Lo desfogaba haciendo muchos globos: con un ritmo frenético los inflaba y los reventaba, unos tras otro, chiquititos y medianos, chiquititos y medianos y uno que otro grande cuando el chico del yogurt bajaba la intensidad de su succión para tomar un respiro.

El colchón energético que había entre ellos los hacía flotar hacia adelante, ella con sus globos rosados y él en su nube blanca.

Avanzaban a un ritmo lento pero sostenido y constante.

Por momentos ella se detenía un poco y dejaba de masticar el chicle: se sentía triste porque le parecía raro que él aún no hubiese aprendido a pronunciar su nombre. Pero justo en esos instantes el chico la miraba con sus ojos malta centelleantes, la corriente magnética se condensaba, el yogurt se rebalsaba y ella llegaba a oler su aliento a leche y a embadurnarse un poco el pelo, la frente y el pecho. La chica se sentía en los cielos, él atravesaba el colchón energético con su codo y ella apoyaba muy suavemente tres deditos sobre su antebrazo.

Se dejaba llevar y continuaba avanzando hacia el mar.

El chico del yogurt llevaba un saco negro y en él tenía dibujadas 99 rayitas. No todas eran verticales: cada 4 rayitas, la quinta era diagonal y cubría las cuatro anteriores. A la chica de los globos le parecía curioso el diseño del saco pero no se había animado a preguntarle por él. Tal vez porque el chico del yogurt casi no hablaba y las pocas veces que balbuceó algunas palabras, ella se quedaba un poco mareada descifrando toda la dulzura y musicalidad que contenían.

En una ocasión, la corriente se volvió muy turgente, sus manos como imanes se entrelazaron y él le cantó al oído mientras que ella bailó encima de su nube. Llegó a sentir su lengua astringente alrededor de su cuello y a ella le pareció escuchar la palabra amor.

No llegó a confirmarlo porque en ese momento se dio cuenta de que habían llegado al borde del malecón, a la punta del abismo. Se sintió embriagada, perdió los sentidos, se quedó congelada, pero sus pies continuaban avanzando en puntitas, con sus manos palpaba la nube, y con sus dientes masticaba con fuerza su chicle.

Nadie sabe muy bien lo que pasó. Tal vez fue el cansancio por la energía que implicaba estar dentro de la fuerza magnética o tal vez era demasiado júbilo para la chica del globo rosado: se desconcentró, perdió el equilibrio, la punta del pie se resbaló y el tobillo se le torció. Rápidamente y sin pensarlo trató de sostenerse y apoyó su cabeza y tres dedos de su mano derecha sobre el codo izquierdo del chico del yogurt, pero para mala suerte él era zurdo y justo en ese momento levantó el brazo para pintar con su dedo blanco soberano, la rayita diagonal número cien en su saco.

La chica perdió piso y se descolgó: inhaló con fuerza por las fosas nasales, hinchó sus pulmones y empezó a soplar y empujar la lengua hacia adelante tratando de hacer el globo rosado más grande que pudiera, pero por más que pedaleó con sus puntitas de pies, el globo no la sostuvo y cayó en picada por el precipicio hasta estamparse contra el pasto.

El chico del yogurt no pudo verla girar ni danzar por los verdaderos aires en sus intentos de seguir flotando. Estaba distraído mirando el mar.

En la caída no tuvo miedo, le pareció escuchar un canto conocido, algo semejante a un blues que la abuelita le tarareaba de niña, una mezcla de maullido triste y victorioso a la vez, un himno bizarro, temerario y encantador al mismo tiempo. Sonrió mientas caía.

El golpe sin embargo le dolió.

Cayó de quijada y se abrió el mentón. Aterrizó sobre su pecho, los brazos abiertos y las piernas casi descosidas hacia los costados.

La colisión la obligó a tragarse el chicle y asomó en ella un color más bien rojizo, casi violeta en los bordes de sus labios hinchados, cerca de sus codos partidos y en sus párpados cuarteados.

Juntó tres dedos de su mano derecha, quiso palparse los pómulos, pero su palma resbaló y cayó en el suelo, entre su pecho, debajo de ella. Sintió algo húmedo, una especie de trozo de esfera henchida, palpitante y resbaladiza. Se quedó quieta, pasó un poco de saliva y constató que el armazón se le había rajado.

Levantó la mirada e intentó entrever a lo lejos al chico del yogurt blanco pero alrededor de ella sólo encontró el cielo y el mar.


Escrito por

Karine Aguirre- Morales

Bailarina, coreógrafa y educadora somática Bachiller en Psicología (PUCP), Licenciada en Danza (PUCP) Coordinadora Esferokinesis PERÚ


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