diario de un pollito
Diario de un pollito
Las dos estaban con llave. Abrí primero la puerta blanca y después la reja que había detrás. Temblaba sobre mis dos patitas, recién había salido de la ducha y tenía los pelos todavía mojados.
El señor estaba parado y apoyaba su codo sinuoso en el umbral de la entrada. Llevaba puestas unas botas y una bonita capa que flotaba por encima de sus hombros.
Entreabrió los labios, se tocó los bigotes y dejó salir muchas palabras seguidas: “los un planos buscado de ti hola luna, tengo fiebre, he tu casa en todos años de la ciudad”… o algo así, en realidad no lo recuerdo bien.
Mis pelos rubios se me pegaron más al cuello y a los hombros y a la espalda: yo tenía un cabello muy largo que me cubría casi todo el cuerpo. Creo que se me veía un poco llenita, redondita diría, sobre todo el pecho, las caderas y el trasero.
Cerré el pico, no por nada, sólo de nervios y mis ojos se redondearon más, hasta que al fin atiné a decir: “pasa” y sonreí mientras castañeaba con los dientes.
Entró y miró mi casita, que creo que le pareció bonita, eso sí recuerdo que dijo: “qué lindo lugar”.
Yo le agradecí y le invité un pisco para poder calentarme: era julio y había comenzado a enfriar.
Aceptó felizmente y traje dos vasitos y una botella y nos sentamos en el suelo alrededor de la mesa. Luego todo fue un poco más fácil: él me preguntaba cosas y yo feliz contando acerca de mí, de mi casa, de mi carrera, de mi vida. Mientras hablaba dejaba de temblar y eso me hacía sentir más tranquila, pero bastaba que me quedara callada 3 ó 4 segundos e inmediatamente volvía la agitación al interior mío.
El sonreía de medio lado y respiraba tranquilo y silencioso mientras sus pupilas centelleaban como si respondieran a las mil ideas que pasaban por su cerebro en ese momento.
Me imagino que el señor debió hablar también esa noche pero no he registrado nada. Sólo recuerdo que me impactó cuando dijo: “intuímos dos palabras está preguntas mar, nunca contigo, amor de cucharitas, edredón niñas, frío, estar tendrías la he lo?”
Estoy segura que fue exactamente en ese momento cuando decidí seguir viéndolo y así nuestros encuentros comenzaron a tener cierta continuidad.
El era simpático, osado, diferente y gracioso: siempre me hacía reír y eso era bueno porque así todo mi revoloteo salía bajo la forma de una carcajada. Yo me sentía como un pollito recién salido de la ducha y feliz.
Ducha, dichosa, feliz preciosa perezosa…… empecé a sentirme creativa, se me ocurrían más chistes, reía, lo besaba y temblaba.
Entre tanto espasmo, me sentía tan vibrante que no me importaba nada más que el señor finalmente llegara y tocara el timbre de mi casa.
A veces desaparecía por varios días, no sabía nada de él: si estaba de viaje nuevamente o andaba muy ocupado con tanto trabajo. Durante ese tiempo me quedaba totalmente quieta, casi no me movía de la cama y sentía mucha hambre y frío; prefería no bañarme porque el pelo se me caía y me veía flaca y fea.
El señor era un gran aventurero, atravesaba todas las ciudades con su capa y sus botas. Le gustaba sobre-todo transitar de noche y sobrevolar con firmeza por encima de los techos, luminoso, fugaz. Decían de él que no recordaba lo que era el miedo, que amaba la hora del crepúsculo y que a veces cuando no había mucha claridad, igualmente se lanzaba de cuerpo entero por los cielos rasos. Tantos años de experiencia lo habían curtido y lo habían transformado en un experto.
Cuando regresaba y con sus ojos bailarines me preguntaba cómo estaba, yo no atinaba a decirle nada. A veces lo intentaba pero en ese instante todo se estremecía dentro de mí y terminaba congelada, petrificada, sin poder pronunciar palabra.
Entonces él me tomaba de la muñeca o envolvía mi mentón con sus manos y yo poco a poco me iba calentando, él me abrazaba y me contenía entre sus fuertes brazos. Yo me endulzaba. Luego iba apoyando su mano sobre mi cuerpo redondito y suavecito, me acariciaba mi largo pelo y entonces toda ansiedad se disipaba. Con los cuerpos juntitos entrabamos en nuestro ritual: cada espacio mío acogía perfectamente cualquier lugar de su piel. Él se dejaba cobijar y ronroneaba. Yo ya tranquila y feliz y temblando casi nada, lo acariciaba durante toda la noche para que él no dejara de canturrear.
Un día se marchó y no volvió más. Dijo algunas cosas antes de irse pero por más que me esfuerzo no las puedo evocar.
A veces pienso que no debí contarle mi secreto: “yo soy un pollito asustado”; pero otras, más bien creo que se fue porque estaba empezando a recordar el suyo.
Cuando se cobijaba entre mis plumas y yo lo acariciaba hasta el amanecer, él despertaba distinto: tibio y blandito y su rostro apacible más parecía el de un niño. Entre la almohada y las sábanas siempre quedaba el trazo de su cuerpo, casi coloreado, como si un poquitito de su piel se hubiese desprendido con tanta caricia.
Yo lo veía contento pero creo que se sentía raro, sobre-todo al momento de salir de la cama y ponerse su capa cuando súbitamente algo en él temblaba.
Me imagino que por eso dejó de venir, dónde se ha visto un valeroso aventurero estremecido por las calles. Habría sido una locura echar así toda una carrera por la borda.