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La niña de la joroba

Publicado: 2009-10-12

 

La niña de la joroba

 

La niña de la joroba se sentaba frente a la ventana con su gran espalda encorvada a mirar el mar. Con su café en la mano y su piyama de felpa naranja, gota a gota se iba llenando de esperanzas.

Desde su silla de yute las horas pasaban fáciles y generosas: se levantaba a las 7am y sin darse cuenta ya eran las 10am y aún no se había puesto de pie. Sus grandes pulmones abrigaban su pequeño corazón  mozalbete que soñaba. Recordaba pasajes de su historia feliz, cantaba algunas canciones, imaginaba lugares por descubrir o simplemente sentía nada. Se replegaba en sus grandes pulmones rugosos que extrañamente crecían día a día y disfrutaba de su adormecimiento sereno. Se sentía muy cómoda sintiendo nada.

Nada, nada no era exactamente: algo le sucedía porque como a eso de las 10:15am los pulmones empezaban a destilar un olor inexplicable, como a cloro y terminaban siempre haciéndola botar una especie de vapor por sus poros que empañaba toda la ventana hasta dejarla encubierta y sin poder distinguir el mar.

Inmediatamente se paraba, con sus dedos se cercioraba de que el océano seguía allí,  estiraba su amplia columna y se metía a la ducha de agua hirviendo que acababa siempre por encoger un poco sus pulmones,  entonces ella sonreía.

Se ponía su vestido favorito, uno de flores rosadas y con mucho vuelo salía por las calles espigada y triunfante a conquistar el mundo. Sus ojos húmedos brillaban y toda entera se movía: una orquesta compuesta por panderetas, sonajas y maracas acompañaban su paso provocando un revoloteo intermitente y atrevido en sus caderas, rodillas y muñecas. Con sus largas y acompasadas vertebras cervicales se mantenía alerta y absorbía con urgencia las imágenes y colores que desfilaban por delante de ella. Todo, absolutamente todo le parecía cautivador o desafiante.

La vitrina del bar color vino con el hombre mayor y guapo de los bigotes blancos, la chica simpática de los pelos crespos  y su perrito lampiño, la pareja de enamorados a los que se les había enredado la lengua hacía tres días, la coreografía de los guardias municipales con scooters.

Avanzaba deleitándose con su pecho redoblante, girando aquí y allá, intentando apretar el mundo entero entre sus blandos y tibios brazos. El busto se le hinchaba tanto que de cuando en cuando se veía obligada a sentarse en alguna vereda, abrir grande la boca y sacar la lengua todo lo posible hasta que el pecho se le destemplara y la sensación de ahogo le pasara.

Enseguida se paraba, como si sus antenas hubiesen sintonizado algún lugar mágico, su cogollo inflamado repicaba y volvía a desplazarse buscando la emocionante imagen que recordaría al día siguiente.

Así transcurrían sus horas radiantes hasta que de pronto su corazón comenzaba a desafinar y se veía obligada a detenerse.  Respiraba tratando de devolverlo a su esplendor, pero poco a poco se iba acallando y una afonía general se instalaba en su cuerpo, sus ojos y su mente. Algún recuerdo extraviado parecía adueñarse de ella: algo muy arcaico seguramente  porque cuando luego de 3 o 4 minutos despertaba, constataba cómo los pulmones se le habían vuelto a anchar, aplastando su fresco corazón.

Detestaba con toda su alma ese momento premonitorio del fin del día y de manera automática re-iniciaba su paso a toda velocidad.

Estiraba con dificultad sus largas vértebras cervicales para tratar de estimular sus antenas y movía con esfuerzo sus caderas y rodillas para escuchar la comparsa alrededor de ella pero lo único que conseguía era que se le desatara la alergia de las 4 de la tarde y  entonces todo su cuerpo empezaba a destilar unas gotas  blancas,  pequeñitas y coaguladas que le producían un incómodo hormigueo.

Ella continuaba trasladándose tercamente pero la comezón de los ojos le impedía mirar el entorno y sin darse cuenta repetía una y otra vez la misma ruta hasta el momento en que finalmente rendida y con el vestido todo pegado a los huesos, se sentaba debajo de un puente a esperar a que todo pasara.

Cerraba los ojos y dejaba que su cabeza se descolgara sobre uno de sus hombros entumecidos y caídos. A ratos resoplaba y se sacudía para acelerar el proceso de secado de toda esta lluvia escamosa por su cuerpo.

Al fin desparecía cualquier resto de imagen de su cabeza,  todo se volvía blanco al interior de ella y entonces podía volverse a poner de pie. Aún espigada pero algo rasgada y deslucida,  emprendía a paso lento y recogido el regreso a su casa.

Con mucho pesar llegaba a abrir la puerta, sacarse los zapatos y alcanzar su piyama de felpa naranja. Abría su cama y se echaba de perfil para que al levantarse la joroba estuviera holgada, suave en lo posible y salir de la cama no se le hiciera tan difícil.


Escrito por

Karine Aguirre- Morales

Bailarina, coreógrafa y educadora somática Bachiller en Psicología (PUCP), Licenciada en Danza (PUCP) Coordinadora Esferokinesis PERÚ


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