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La niña esquimo

Publicado: 2009-11-19

La niña esquimo

 

La niña esquimo se cobijaba en la heladera, al lado de las 3 tortolitas que su mamá le había robado al gato.

La heladera era cuadrada, enorme, se abría levantando su techo y había irrumpido en la casa una tarde, sin aviso. “Allí se van a guardar las carnes y los hielos” había dicho su papá orgulloso al traerla a la casa. No era para menos ya que se trataba de la heladera más moderna que había salido al mercado por esos años.

Esta sumada a los 9 teléfonos y  a los 6 televisores que tenían, le daban a la casa de Surco un aire de esplendor y de vida que cubrían cualquier pared despintada o sábana gastada.

L a niña la había mirado impresionada desde la primera vez y a diario, cuando nadie la veía, levantaba su pesada tapa y hundía su cabeza bien adentro para sentir el frío. Disfrutaba experimentando su nariz y orejas humedecerse y congelarse, abría la boca y se deleitaba percibiendo cómo los ojos se le iban secando y la piel se le iba enfriando hasta adormecerle el cerebro. “Increíble” se decía y permanecía allí  por un lapso de tiempo, hasta que la empleada de la casa la sacudía diciéndole  “ sal de allí, te vas  a congelar!”.

Así fue que descubrió  las tortolitas. Cuando vio la primera no pudo evitar preguntar y su mamá le contestó: “Yo no la maté, fue Ignacio, pero voy a hacer un rico guiso como el que hacía mi abuela”.

La segunda vez encontró a su madre debajo de la cama peleándose con el gato hasta que por fin logró arrebatarle su presa. La siguió sigilosamente y observó cómo con ayuda del cuchillo filudo del abuelo carnicero, le quitó las plumas con esmero y fervor hasta dejarla totalmente desvestida y porosa. La vio  echarle una última mirada de triunfo y luego colocarla al lado de la primera, en línea.

La tercera vez  su madre  se había pasado  toda la tarde en el patio con su mandil floreado, limpiando el arroz grano por grano, separando los buenos de los malos. Aparentaba estar en un lugar estratégico ordenando no sólo el arroz sino también el mundo. De pronto pareció escuchar el sonido que había estado esperando, dio una zancada enorme y llegó hasta el jardín.  El arroz salió volando por los aires mientras que ella lograba sustraerle a Ignacio su tercer botín.

 

El papá sufría de cólicos renales por eso cada cierto tiempo se quedaba en cama, adolorido. El médico le había dicho: “Cuando sientas los hincones, échate y respira”.

El aprovechaba para ver televisión, le gustaban  las películas de Cantinflas y el fútbol. La escuchaba a todo volumen porque pensaba que así no sentiría el dolor.

Cuando las crisis se agudizaban, los hermanos de la niña se apresuraban y prendían todos los televisores a la vez, se escuchaban series policiales, periodistas hiperventiladas narrando noticias de muertes en las carreteras, emisiones cómicas en dónde se reían de cosas que en verdad no eran graciosas, programas en los que se sorteaban lavadoras, planchas, máquinas de coser, congeladoras.

Pero nada lograba calmar la desazón. La agitación del papá continuaba por la fiebre que le subía mucho y lo hacía delirar y gritar. Entonces todo el mundo también gritaba y comenzaba a correr por todos lados en busca de un escondite secreto en dónde nadie los encontrara.

En su  extravío, el padre comenzaba rasgando  las sábanas pero cuando los hincones aumentaban, se envolvía en ellas y atravesaba el corredor golpeando las paredes y las puertas.

A veces se envolvía de tal manera entre las sábanas que no veía nada y entonces en vez de golpear las paredes terminaba  apaleando ventanas, floreros, cuadros, lámparas, muebles, macetas o cualquier cosa que se atravesara en su camino.

Cuando esto sucedía, la niña escapaba y se metía al interior de la congeladora, al costado de la tercera tortolita y quieta esperaba con los brazos encogidos y pegados a su pecho poroso.

Una vez terminada la crisis,  el padre volvía a su cama; la madre trapeaba exhaustivamente la casa y los hermanos emprendían unos recorridos inciertos al interior del inmueble. Visitaban la cocina cada cinco minutos, rotaban sus posiciones para hablar por teléfono, subían y bajaban las escaleras mortificando un poco a su madre que se veía obligada a pasar el trapo una y otra vez detrás de los pasos de cada uno de ellos.

La niña en cambio se olvidaba de salir. Su piel se iba volviendo  rosa lila  como la de las aves, el frío invadía todo su cuerpo, la iba congelando poco a poco y por fin ella encontraba la paz.

Le encantaba cuando el corazón se le iba haciendo adoquín: se sentía primero fresca, radiante y luego felizmente sedada. El punto máximo de gloria era cuando dejaba de sentirlo, sólo apenas unas palpitaciones lejanas. La dicha absoluta. Hasta que finalmente alguien abría la congeladora y la encontraba.

Cuando salía era genial porque con su cerebro y su corazón anestesiados se paseaba por la casa y  por el mundo rosadita y risueña, dulce y receptiva, tranquila y amable.

Con el tiempo dejó de hablar. De tanto abrir la boca dentro de la congeladora se le petrificaron  las cuerdas vocales. También dejó de soñar, su cerebro estaba muy adormecido para fabricar cualquier tipo de ilusión.  Así es que se dedicó a sonreír, miraba y sonreía, se volteaba y sonreía, obedecía y sonreía.

 

Generalmente  el efecto analgésico decaía por la noche. Se despertaba y se quedaba inmóvil encima de su cama, los ojos comenzaban a pestañearle sin cesar, veía fantasmas caminar por la casa, se le cerraba el pecho y  lloraba.

Entonces su madre se acercaba con los ruleros eléctricos en la cabeza y le explicaba con el diccionario Larrousse en  la mano que los fantasmas no existían y que no había porque tener miedo de nada. Luego con ternura le apagaba la luz y le pedía que se durmiera.

La niña esquimo no se atrevía a atravesar el pasadizo ni a  bajar las escaleras para resguardarse al lado de las tortolitas. Pensaba en Dios, se arrodillaba y rezaba. Le rogaba que por favor llegara el día en que la dejara para siempre vivir en la congeladora.


Escrito por

Karine Aguirre- Morales

Bailarina, coreógrafa y educadora somática Bachiller en Psicología (PUCP), Licenciada en Danza (PUCP) Coordinadora Esferokinesis PERÚ


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