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El señor de las aguas

Publicado: 2010-10-19

El señor de las aguas

I

Guardó todas sus lágrimas en una botellita que traía consigo.

Alcanzó el botiquín blanco y metió todo allí.

II

La convencieron un olor familiar, como de jazmín lanzado al viento y su sonrisa de niño. Debió ser un momento de descuido porque sin pensarlo ya estaba nuevamente parada en la línea de partida.

Cuando sonó el silbato inicial, le asombró sentir sus pies tan ligeros, su paso tan fluido. Mucho más le sorprendieron los cambios que el comité organizador había hecho en la pista. Era fascinante desplazarse entre centenares de flores doradas, lilas y blancas agitadas por el aire. Peligroso también. Los pétalos recién rociados emanaban una increíble luz y había que estar atenta para no dejarse deslumbrar y caer.

Caminaba instalando un ritmo regular e intenso, controlando su impulso por correr; tal como lo establecían las reglas.

III

A ratos cuando sentía que la ruta se volvía ardua, se preguntaba qué hacía allí nuevamente dejándose regar el rostro y la lengua con una esponja.

Era extraño también que el señor de las aguas que debía aparecer sólo cada cierto tiempo, ahora pudiese circular libremente por el trayecto. También que entre los amuletos que llevaba colgados en su cuerpo se encontrara un silbato.

Ella no entendía porque él se empecinaba tanto en estar cerca de ella, atento al menor de sus movimientos para ofrecerle unas gotas más de agua. Recién había comenzado el camino y la mujer se sentía segura, sin ningún tipo de apremio, totalmente recuperada de su última lesión.

Tal vez la conocía de antes. Tal vez se habían cruzado en alguna carrera anterior.

Cuando lo miró por primera vez, se sintió descubierta. Los ojos se le empañaron y resplandeció de repente. No supo si era por el reflejo de sus enormes manos bronceadas o simplemente por su corazón sosegado.

IV

A medida que avanzaba en la caminata, la mujer respiraba con mayor dificultad. Era un trayecto de gran exigencia pero ella seguía concentrada en la enorme, larga, sinuosa y eterna línea blanca trazada delante de sus ojos.

El señor de las aguas a su lado la llenaba de rocíos y jazmines.

V

Respiraba el jazmín y se hundía sobre un enorme colchón de flores blancas que recibían su cuerpo, lo dibujaban y acariciaban lentamente y sin descanso. Embriagada por su perfume, giraba y giraba encima de él hasta que esas mismas flores comenzaban a brotar desde el interior de sus manos, sus pies y sus labios.   Como si despertara de algún profundo sueño, como si todo dentro de ella fueran vientos, burbujas y cascadas.

VI

Lo malo eran los cambios inesperados del comité organizador. Sin previo aviso el camino podía volverse árido, sin señal de  hacia dónde voltear o hacia dónde seguir.

Se sentía perdida, confundida , en mitad del camino desértico y tan alejada de la sonrisa.

Entonces hacía uso de toda su voluntad para continuar mirando adelante, bien adelante, allí dónde podía vislumbrar que llegaría nuevamente el oasis de tules blancos y jazmines.

VII

Avanzado el trayecto notó que el señor de las aguas ya no emergía entre las flores con tanta ansia como en un inicio.

Ella se entristecía por tantas contrariedades en la ruta, sin embargo el bálsamo intermitente que él escurría entre sus labios le devolvía la osadía y le permitía afianzar el paso sobre el suelo escurridizo.

VIII

Con las caderas adormecidas por tanto esfuerzo, se le hacía difícil permanecer con un pie en la tierra tal como lo exigía el reglamento. Todos sabemos la diferencia sutil que puede haber entre caminar intensamente y correr.

Los terrenos agrestes y en declive por dónde la ruta también se abría no facilitaban el cumplimiento de esta regla.

Si se dejaba llevar sería eliminada inmediatamente.

El señor de las aguas -que curiosamente también fungía de árbitro- ya la había amonestado dos veces. Una tercera infracción y el sonido del silbato la expulsaría del camino.

Apretó la marcha.

IX

El paso de adelante con la pierna recta la tenía agotada. Esta norma tan estricta siempre le había parecido insulsa y le quitaba fluidez.  Por el contrario pensaba que había otras partes del reglamento que eran fluctuantes e imprecisas en este camino precipitoso hacia la nada.

No debía correr, no debía correr, no debía correr, no debía correr, no debía correr, no debía correr, no debía correr, no debía correr, no debía correr, no debía correr, no debía correr, no debía correr. Por Dios, no debía correr.

X

La mujer tuvo una insaciable sed, estaba agotada y necesitaba un aliento amigable y tenaz. Fue la primera vez durante toda la carrera en que  se volteó a buscar al señor de las aguas con la lengua afuera y los ojos suplicantes  y llorosos.

Él la miró fijamente durante varios segundos. Se le veía confundido, como si no reconociera su imagen.  Titubeó entre darle uno de sus amuletos o hacer sonar su silbato  y súbitamente desapareció.

Ella inhaló profundamente para que la esencia de las flores que aún quedaban en su camino la siguieran adormeciendo y así no dejarse vencer por el dolor muscular, la debilidad en las caderas,  el arrepentimiento o la desazón.

XI

La mujer tropezó  y cayó. Las cámaras captaron cómo los ojos se le desviaron, el cerebro se desconectó y el cuerpo se desplomó con tal descontrol que parecía haber caído de 3 o 4 pisos de alto.

XII

Con los párpados cerrados repasó todo lo que vendría.

Primero el peso abrumador del yeso sobre sus huesos secos, que no la dejaría moverse durante varias semanas.  La falta de apetito, los cortes en la piel, el desánimo.

Cuando las llagas cerca de su boca cicatrizaran podría volver a sonreír. Cuando los espasmos de dolor cedieran, dejaría de llorar.

Ya le habían explicado que sus lágrimas tenían una sustancia calmante que  permitía soltar poco a poco sus músculos y órganos. Sólo así su corazón se liberaría y  su rostro dejaría de estar pálido e inerte.

Era cuestión de aguantar un par de meses y finalmente podría ponerse de pie.  Volvería a andar por los parques, a mirar las flores y los árboles crecer.

El problema eran los rezagos: tantos golpes habían minado sus defensas. Con los lacrimales afectados, en cualquier momento se le secarían los ojos para siempre.

XIII

Entreabrió los párpados y vio al personal médico acercarse a ella.

Llorando, guardó todas sus lágrimas en una botellita que traía consigo. Alcanzó el botiquín blanco y metió todo allí.


Escrito por

Karine Aguirre- Morales

Bailarina, coreógrafa y educadora somática Bachiller en Psicología (PUCP), Licenciada en Danza (PUCP) Coordinadora Esferokinesis PERÚ


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